OTEIZA Y CHILLIDA
Eran dos escultores vascos. Uno, Eduardo Chillida, racional, sociable, educado, triunfador, cómodo, políticamente correcto, representativo, apoyado por los estamentos oficiales.


Chillida -el bueno- guardaba silencio y continuaba su carrera, aumentando su prestigio internacional y participando en cuantas bienales y eventos de primer nivel requerían un representante de la escultura española. Obteniendo premios y honores.

Oteiza –el precursor- se instalaba entre tanto a las afueras de la sociedad, emigrado de sus contemporáneos, para ir envejeciendo, trabajando en su taller, entre el sonido y la furia, protegido por su compañera Itziar. A veces parecía haber caído en la locura profética, cuando le arrebataba su propia vehemencia y una alucinación creadora se abría paso, entre el torrente verbal e inflamaba la realidad y la encendía, convertida en poesía teologal y primaria. Fue convirtiéndose en un viejo cascarrabias.

Verle y escucharle era ver a un dios en acción; con la fuerza de la palabra y el gesto, daba forma a la historia y buscaba al hombre dentro de sí, hurgando en la íntima convicción como una luz indiscutible.
Chillida contó que sólo una vez en su vida había dudado. Le sacó de ese estado un argumento: “la razón me dice que todo acaba con la muerte; la razón me dice que la razón misma es limitada; luego la razón no puede convencerme de que todo acaba con la muerte”.
Un razonamiento tal sería impensable en Oteiza. Oteiza siente a Dios. Siente hambre de Dios o náuseas ante la ausencia de Dios. O siente a Dios en el papel en blanco, en la naturaleza, en la fertilidad, en los bosques.
Eran dos formas de ser vasco, y dos formas irreductibles de entender el arte y la misma vida: uno, como fuego; el otro, como medida y razón. El uno, desarraigado; el otro, integrado.
Cuando, al final de la vida de ambos, se produjo el abrazo de reconciliación ¿quién había perdonado más?
