Sunday, May 04, 2008

EL RELICARIO

Como era el vecino el que traía la hornacina, yo creía que era suya y nos la prestaba. Y por eso lo apreciaba de una forma especial. A los pocos días de tener la Virgen en nuestra casa había que devolverla. Era lo normal. Yo estaba muy agradecido a aquél señor gordo por dejarnos su cajita unos días, para que presidiera nuestro salón. No sabía entonces que él también la recibía de otro vecino, lo mismo que mi familia, porque eso era una cadena. El relicario no era, al parecer, de nadie. Nadie era su dueño. Y por tanto nadie daba nada cuando pasaba el relicario. Se limitaba a pasar la caja -con la Virgen vestida de azul y llena de flores- al siguiente de la lista. Mientras tanto, por unos días, era nuestra y podíamos pedirle todos los favores que tanto necesitábamos. Pero no era de nadie, en realidad. Iba y venía, y ninguno se la podía quedar como algo suyo. Tampoco cuando desaparecía sabía dónde la habían llevado. Por lo visto le tocaba a una vecina de la calle de al lado. Éramos meros eslabones de la cadena del recibir y el dar. Y esa era la enseñanza del relicario: que uno no se lo podía quedar para él, pues eso sería romper la cadena. Hay que devolver lo que uno recibió, sin apegarse a esa Virgen milagrosa. Y ni el que da ni el que reciben tienen mérito especial, ni en dar ni para recibir. Ni merecen ni deben gratitud. Es simplemente así la naturaleza de las cosas. Los relicarios-hornacina son como un regalo que se nos da y merecemos cuando sabemos devolverlo. No hay que sentirse en deuda con el que nos da, ni hay que angustiarse con tener que devolver: viene y va, sin más (y por un tiempo, se queda y nos da sus dones).