Tuesday, July 31, 2007

OTEIZA Y CHILLIDA

Eran dos escultores vascos. Uno, Eduardo Chillida, racional, sociable, educado, triunfador, cómodo, políticamente correcto, representativo, apoyado por los estamentos oficiales.

Otro, Jorge Oteiza, volcánico, excesivo, solitario, arisco, crítico con toda autoridad, molesto. Oteiza reaccionó violentamente ante unas palabras de Chillida, su alumno, que considero pronunciadas con desdén. Y en respuesta le acusó de plagiario. Durante años proscribió su nombre y abominó de su trayectoria.




Chillida -el bueno- guardaba silencio y continuaba su carrera, aumentando su prestigio internacional y participando en cuantas bienales y eventos de primer nivel requerían un representante de la escultura española. Obteniendo premios y honores.

Oteiza –el precursor- se instalaba entre tanto a las afueras de la sociedad, emigrado de sus contemporáneos, para ir envejeciendo, trabajando en su taller, entre el sonido y la furia, protegido por su compañera Itziar. A veces parecía haber caído en la locura profética, cuando le arrebataba su propia vehemencia y una alucinación creadora se abría paso, entre el torrente verbal e inflamaba la realidad y la encendía, convertida en poesía teologal y primaria. Fue convirtiéndose en un viejo cascarrabias.


Verle y escucharle era ver a un dios en acción; con la fuerza de la palabra y el gesto, daba forma a la historia y buscaba al hombre dentro de sí, hurgando en la íntima convicción como una luz indiscutible.

Chillida contó que sólo una vez en su vida había dudado. Le sacó de ese estado un argumento: “la razón me dice que todo acaba con la muerte; la razón me dice que la razón misma es limitada; luego la razón no puede convencerme de que todo acaba con la muerte”.
Un razonamiento tal sería impensable en Oteiza. Oteiza siente a Dios. Siente hambre de Dios o náuseas ante la ausencia de Dios. O siente a Dios en el papel en blanco, en la naturaleza, en la fertilidad, en los bosques.

Eran dos formas de ser vasco, y dos formas irreductibles de entender el arte y la misma vida: uno, como fuego; el otro, como medida y razón. El uno, desarraigado; el otro, integrado.

Cuando, al final de la vida de ambos, se produjo el abrazo de reconciliación ¿quién había perdonado más?

Parecía un gesto condescendiente de Chillida (el agraviado). El viejo cascarrabias ya no asustaba a nadie. Ya era un viejo loco, apenas una sombra (y, en verdad, nunca llegó a hacerle demasiado caso). Pero quizás no fue así. El perdedor tiene que perdonar al triunfador. Para no vivir en el odio, el fracasado tiene que reconciliarse con la injusticia de la vida. Quizás fue un gesto de sabiduría de Oteiza: porque sólo odia quien amó y descubrir el amor bajo el odio es un aprendizaje al que nos llevan los años. Y ahí está el uno abrazando al otro, que guarda las manos en los bolsillos. Qué más da. Nadie sabe. Todo en la vida es transitarla, entretenerse. No hay algo correcto y algo incorrecto. Son dos escultores vascos. No hay una medida en lo que uno hace, un más o un menos. Cada uno hace lo que puede en su vida. Dos hombres y una obra. Para los demás. Para nosotros. Su obra, que nos entregan.

1 Comments:

Blogger nosce said...

Oteiza... Volcánico, excesivo, solitario, arisco, crítico con toda autoridad, molesto... ¡Qué grande!

Gracias Francisco, celebro que te haya gustado el vídeo. También yo estuve echándole un ojo ayer con mucho interés al resto de tus entradas. Nos leemos.

Un saludo,

Jose

5:15 PM  

Post a Comment

Subscribe to Post Comments [Atom]

<< Home